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De Estilo e ingenio

6 Ago

Bajémonos un momento del tren para describir mejor el entorno en el que se desarrolla la aventura de Andrei, Yuri y Vasily. Hablemos, por ejemplo, de moda y tecnología.

Hace alrededor de diez años el mundo dio el paso a la fotografía digital. Este avance, entre muchos otros beneficios, permitió a la gente documentar con mayor facilidad los detalles de sus viajes, festejos, eventos y observaciones; para mi, hizo posible gastar unas fotografías en algo que bajo circunstancias anteriores me hubiera dolido el codo y ahora me permite ilustrar este paréntesis ahorrándome un buen de palabras.

Ya hablamos un poco de los zapatos blancos, seguido puntiagudos y de pieles exóticas, que tanto aprecian los galanes sovietilandeses, quienes los usan con pantalón blanco (que también les encanta) o de cualquier otro color; para eventos formales o casuales y probablemente tanto en verano como en invierno. Simplemente les fascinan. Vean, por ejemplo, esta familia domingueando por el ayuntamiento de Yalta, aquella ciudad dónde los aliados se repartieron el mundo hace casi setenta años: notarán que tanto padre como hijo disfrutan del paseo en mocasín blanco.

O este joven, con cuates igualmente elegantes, asistiendo a una boda en Poltava, ciudad recordada por los madrazos que Pedro el Grande le acomodó a los invasores suecos en el verano de 1709:

Las mujeres también tienen sus preferencias. A muchas les gusta andar en tejidos que asemejan o son de piel de animal. Vean, por ejemplo, esta belleza moscovita esperando entrar a su prom:

O esta señora que atraviesa la toma en pijama de seda, oreando tantito la lonja, mientras yo inmortalizaba a una zhenshina comprando cigarros:

O este galán, quien por vergüenza pidió se escondiera su cara, luciendo un abrigo hecho con la piel de las foquitas que habitan el lago más profundo del mundo:

Si Moscú en 2004 era así, como me hubiera encantado conocer sus 90’s, cuando los sovietilandeses descubrían a penas todos esos atuendos de los que se habían perdido por culpa de algunos miembros del partido comunista soviético. Vean nomás lo que esta joven seguía aprovechando, casi 14 años después del putch:

"Mais, je reve"

Por favor deleiten sus pupilas con la variedad de un sábado por la tarde en el malecón de Yalta en dos mil nueve:

Los sovietilandeses no solo son retrovanguardistas con su vestuario: también lo aprovechan para dar a conocer sus servicios o habilidades:

Más allá del vestuario, el ingenio sovietilandés tiene aplicaciones tecnológicas, como lo muestra este baño con Wi-Fi en Feodosia, Crimea, pueblo del pintor  de paisajes marítimos, Ivan Aivasovsky:

La idea de un baño con Wi-Fi sin duda parece perfecta para un mundo ávido de información, dónde la comunicación es instantánea y el tiempo más valioso que nunca. Sin embargo, el sueño de sacarle todo el jugo al smartphone mientras vas po bolshomu (по большому) se escurre al encontrarte con un baño que te obliga a estar muy al pendiente de lo que haces.

La combinación de estilo e ingenio sovietilandés se ve con claridad en la siguiente fotografía, donde vemos una generación moscovita de 90210 frente a la campana más grande del mundo, cuya construcción fue capricho de la sobrina del madreador de suecos, la Emperadora Anna Ivanovna. Sus doscientas toneladas y completa inutilidad hicieron que hasta al propio Napoleón Bonaparte le diera hueva llevársela de suvenir tras su ocupación del Kremlin en 1812.

Si hoy puedo mostrarles estas y otras fotos, es sin duda gracias a la fotografía digital. Hoy solo los fotógrafos aficionados recuerdan o saben como poner un rollo, el ruido que hace la cámara al avanzar la película o lo importante que es tener paciencia y esperarse al revelado para poder ver la foto. Existen, sin embargo, algunos sovietilandeses que aun no han dado el paso al aparato numérico y que no obstante han sabido sobrellevar esta frustración, y es que han encontrado la forma de mantenerse clásicos en un mundo moderno: simplemente agarran su celular, que ahora toma fotos (aunque medio jodidas), y lo ponen arriba o abajo de la cámara tradicional, apuntando en la misma dirección que esta, para finalmente oprimir a la vez ambos disparadores. Hay quienes incluso han perfeccionado el ingenio amarrando la cámara al celular con agujetas o alambres, lo que les ha permitido tomar fotografías sin batallar con la superposición y, por supuesto, sin tener que hacer el oso de ver por la mirilla o esperar hasta que se hayan agotado sus 24 posibilidades que, no obstante los avances, tuvieron que administrar. Finalmente, hay que entender que poder ver la foto asap es crucial para un pueblo que posa meticulosamente en cada retrato, como también se pudo apreciar en la foto anterior.

A pesar del asombro que provoca la moda sovietilandesa y la forma en que aprovechan los avances tecnológicos, los sovietilandeses son en mucho muy parecidos a los mexicanos. Su amor por las bromas pesadas, coches pimpeados, cortes de pelo ochenteros, nadar con playera, cantar en la peda, vestir de leopardo o escuchar música del celular -sin audífonos- son sólo algunos ejemplos, entre otros que irán apareciendo a lo largo del transiberiano.

El Humor sovietilandés

14 May

Ya en julio de 2003, cuando visité Sovietilandia por primera vez, había llegado a la conclusión que los locales eran malolientes. Durante un recorrido de dos semanas por los monasterios del Zolotoe Koltso (Золотое Кольцо) tuve la oportunidad de ver el proceso de descomposición del ser sovietilandés, pasando de estar bien peinado, bañado y con ropa limpia, a traer el pelo seboso, oler a curtido de ajo, cebolla y pepinillo, portar ropa con manchas de borsh y gulash y, por supuesto, ofuscar con el clásico e internacional aliento a cenicero.



En aquel entonces viajé acompañado de Veribor, aquel gran amigo que seis años después ayudaría a los personajes del testimonio de Yuri Pavlovich a entrar a Sovietilandia. No obstante su parecido sovietilandés, Veribor no hablaba más que un “spasibo” o un “kak dila?” en ruso y yo lo hablaba peor que Peña Nieto inglés. Íbamos con la pura intención de ver qué tal se ponían Moscú, las devushkas y los suvenires de la era soviética. Para darle tintes serios al viaje, nos inscribimos a dos semanas de ruso intensivo en el Instituto Pushkin; un lugar único que, por su bananerismo, nivel de peda, peculiar afluencia y guardias malpedisimos, merece un cuento independiente de éste.

Sergei Posad

El resto de la vacación lo arriesgamos en un paseo todo incluido, todo pagado, todo explicado, todo supervisado, todo en grupito, por el Zolotoe Koltso. En el barrio chino de Moscú encontramos una agencia de viajes de mala muerte donde una pelirroja parecida a Leeloo (la del Quinto Elemento) solo que más flaca y menos madreadora, wiixandose de la risa, accedió a vendernos unos VTPs para pasar nuestras vacaciones en compañía de Sergei, el guía, y otros cuarenta sovietilandeses de clase mediojodidona.

Veribor, con una maleta de ruedas gigantesca y yo, con una mochila del tamaño de su maleta, nos extrañamos cuando al llegar al punto de partida del turíbus vimos que la mayoría de los pasajeros no llevaban equipaje o que el que llevaban era pequeño y parecía estar vacío. Nos sentimos como moscas en la sopa, observados con curiosidad y desprecio por los demás pasajeros, pero sobre todo por Sergei, quien seguro no había recibido de Leeloo advertencia alguna respecto a los dos amerikantsi (como en México, los turistas siempre son gringos) que se sumaban a su aventura.

Con el paso del tiempo, nuestros compañeros de viaje nos fueron perdiendo el asco y nosotros… lo contrario. Intentaban hacernos conversación, se preocupaban porque Sergei no nos fuera dejar botados en algún pueblucho e incluso empezaron a invitarnos a salir en sus fotos de familia.


Más allá de los malos alientos y sin ser mujeres que están al pendiente de la ropa que usa la gente en las bodas, nos fuimos dando cuenta que éramos los únicos desfilando cada mañana con ropa limpia y olor a champú: Sergei y sus seguidores se resistían al cambio de vestuario, eran fieles al peinado de almohadazo, y parecían estar empecinados en concentrar su hedor a ajo, cebolla, pepinillo, vinagre, etc. en el camión. Estuvo cabrón… dos semanas… Tras dos semanas fétidas despedimos a nuestros amigos, quienes descendieron del turíbus con un look seboso, pero en todo lo demás idéntico a cuando abordaron, ahora sí cargando maletas llenas e incluso nuevas, todas repletas de matrioshkas, jarrones de cristal, bordados y demás parafernalia que uno hubiera creído destinada al consumo de los amerikantsi. Nuestros tavarishi demostraron lo prácticos que eran, olvidándose de las ventajas que traen las mudas de ropa y dejando pendiente la compra o llenado del equipaje hasta saber cuantos suvenires compraron en la vacación. Es en este comportamiento que se distingue la esencia del sovietilandés: pragmatico como un soviético, consumista como un gringo.

Así, una abuelita sale de vacaciones con su bolso y un paraguas y regresa a casa con su bolso, un paraguas y una bolsa de plástico llena de regalitos para la familia; un recién graduado lleva su chamarra de jeans, un walkman y una chela y a la vuelta a esto le suma una matrioshka y alguna piedra que se haya encontrado sobre la banqueta; una familia, si es antojadiza, parte con una maleta llena de salchichas, salami-jamón (колбаса), pan, pescados deshidratados, maruchans, pepinillos, jitomates y cebollas y vuelve con la misma maleta, ahora llena de juguetes, adornos, aparatos electrodomésticos y chupe. Todos, sin distinción de genero, religión, afiliación política, edad o estrato social, retornan a sus casas oliendo a madres.

Varios años más tarde, mientras cruzaba de Ucrania a Rusia por el estrecho de Kerch, a fin de evitar pasar la noche en la ciénaga del Puerto Kavkaz, tuve que pedirle aventón a un camión que iba camino a Sochi con una piara de sovietilandeses similar a la que conocí en el Zolotoe Koltso. Uno de estos era un monje ortodoxo convencido -y así me lo expresó- que una de las consecuencias menos placenteras de ingerir alimentos de origen animal era la secreción de malos olores y que, gracias a su vegetarianismo, peregrinaba durante meses sin necesidad de un baño. Tal aberración me dejó claro que uno sólo huele el halo ajeno, por lo que después de intercambiar unas palabras más, me alejé y volví a una respiración nasal.

Abordo del transiberiano todo esto se acentúa. Pasan días enteros sin que la gente se eche aunque sea un jicarazo; la ingesta de pepinillos en vinagre se da a todas horas; bebes llenan sus bacinicas a pocos centímetros de uno y oleadas de azufre recorren sin frenos los pasillos del platzkart, donde, muy a pesar de todas sus desventajas, el aire fluye por todo el vagón y convierte en pasajeros los momentos nauseabundos. En la categoría superior –kupé– se presenta el mayor sufrimiento en cuanto a tufos se refiere, ya que consiste de una cabina para cuatro pasajeros con una ventana que rara vez abre y donde el mal olor de la banda alcanza concentraciones que provocan claustrofobia.

Tal fue nuestra experiencia cuando emprendimos el camino de Vladivostok a Ulan Ude, ahora en clase kupé para limitar nuestro contacto con sovietilandeses.

A estas alturas de la Odisea ya no disfrutábamos viajar en tren y soñábamos con volver a nuestras casas. De Tynda al Consomé del Amor (Комсомольск на Амуре) sufrimos el acoso de una familia de teporochos que nos tuvo entre borrachos y crudos durante más de dos días y, a pesar de que en el Consomé tuvimos la oportunidad de ducharnos, en Vladivostok, tras cuarenta horas en el platzkart solo fue posible higienizarnos con un chapuzón en el Mar de Japón. No habiendo resting rooms ni duchas en la terminal de este puerto, tuvimos que abordar el tren con un humor cuasi-sovietilandés. De inmediato festejamos ser solo tres en la cabina, pero al tratarse de un viaje de 76 horas a Ulan Ude, sabíamos que en cualquier momento nuestra suerte cambiaria. Efectivamente, una mañana (cuando ya llevábamos aproximadamente cien horas sin un baño decente) nos detuvimos en Chita para permitir el ascenso a un joven que, a pesar de su aspecto aceptable, superaba incluso el hedor de aquél monje iluso antes mencionado. El cabrón manejaba un tufo tan fuerte, acido, penetrante, que hasta tenia sabor y erizaba la lengua de disgusto; lo que nos obligó a pasar las últimas 20 horas del viaje deambulando por el tren cuales pasajeros del economiquisimo platzkart.

Son, pues, humores sumamente gachos los que acompañan al aventurero por Sovietilandia. A pesar de lo dificil que es aguantarlos, he de precisar que el platzkart huele a Vel Rosita si uno lo compara con el metro parisino y que ni en sus peores días el sovietilandés apestará como un compa de la India.

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