El Transiberiano corporativo

22 Abr

En agosto de 2012 publiqué el último de los pocos relatos que logré escribir sobre Sovietilandia; un proyecto que, curiosamente, había comenzado con mucho entusiasmo y pretendía, al menos, introducir al lector al peculiar mundo del tren que va de Moscú a Vladivostok. No alcancé a describir las diferentes -y muy distintas- categorías que ofrece el Magistral, los peligros no tan obvios del vodka, las bondades de los samovar, la austeridad de la dachas, la cultura del gargajo chino, los mongoles con didgeridoo integrado ni los manjares de lengüitas de pato en gelatina, alacranes fritos y maruchans con salsa habanera. Por encima de esto, fallé en no concluir, en no demostrar que, contra toda apariencia, los sovietilandeses son gente buena y que la aventura del Transiberiano merece la madriza.

No me desaparecieron ni me entambaron; tampoco me secuestraron o asesinaron; ni me volví militar y menos asceta; no me case ni tuve chamacos; tampoco me enfermé ni morí. Sin querer queriendo, simple y sencillamente, el 3 de septiembre de 2012 me subí a un Transiberiano corporativo: un tren que, contrario al Transibirski Magistral, llena tu cartera pero que, al igual que este, drena tu tiempo y te mantiene cansado, sin ganas de hacer gran cosa al llegar a la parada; un tren que requiere desensibilizantes para sobrellevarlo; un tren que ofrece una visibilidad muy limitada hacia el mundo exterior, mas justo la suficiente para desear estar afuera en lugar de abordo.

El día que los Sovietilandesitos regresaron a clases, yo empecé un trabajo de tiempo completo como abogado interno de una compañía de exploración petrolera y, sin darme cuenta, quedé como un caballo con anteojeras, dirigido por un ser de otra especie; por ese jinete que unos llaman el sistema, otros, el capital; a veces lo normal, otras, la vida.

Por varios años me convencí que el jinete era un buen guía, que era mi amigo y que tenía mis intereses en alto. Todos los días en la caballeriza eran iguales: mismo corral, mismos colegas, mismos paseos, mismos cubitos deliciosos de azúcar. A pesar de los años acumulados de amaestramiento, de tanto caminar viendo tan solo la zanahoria pendiente, aquel jinete tornó pesado y empezó a lastimarme la espalda. Las anteojeras, diseñadas para no distraer mi atención de los documentos impresos y electrónicos de mayor aridez (así como los documentos mismos) comenzaron a lastimarme la vista. Terrible también: la dieta, consistente en puros alimentos de altísimo contenido energético, con la contradicción de que toda la energía debía consumirse en el corral o bien, enchufándome a un carrusel al terminar la jornada o antes del amanecer.

Los cubos de azúcar ya no eran suficientes para compensar la caída de ánimo ni de salud, mucho menos la impuesta ceguera.

Después de meses ponderando las miles de excusas para no hacerlo, hace 3 semanas me bajé del Transiberiano corporativo y ahora voy de regreso a aquellas estepas sobre las que nunca llegue a narrar. El objetivo: reflexionar sobre la forma en que quisiera pasar los próximos 50 años, haciendo un mayor esfuerzo a aquel que hice cuando, con tremenda ligereza, apliqué para una carrera sin haberme preguntado en qué consistiría el día a día de la profesión correspondiente; conforme con la mera descripción general -seguido idealizada- que algún jinete me dio.

Dejo mi México lindo y querido ahogándose en una inmensa crisis, donde la corrupción, el abuso de poder y la inseguridad harían difícil lograr la emancipación que anhelo. Lamentablemente, estos males, sumados a la intolerancia, xenofobia y el racismo actuales, también limitan los destinos. De ahí que las estepas se presenten tan atractivas y Bali, como un buen punto de partida. En ocasiones iré a paso, otras a galope, pero siempre serpenteando por todo lo que merezca ser contemplado, saboreado, inhalado, palpado o escuchado.

No prometo retomar el hábito de escribir en este u otro blog porque también quisiera liberarme de la computadora, del feis, wassap, correos, esemeses, aicikius y demás medios de comunicación incesantes; pero de retomarlo, sólo será porque quise y espero les agrade.

De Estilo e ingenio

6 Ago

Bajémonos un momento del tren para describir mejor el entorno en el que se desarrolla la aventura de Andrei, Yuri y Vasily. Hablemos, por ejemplo, de moda y tecnología.

Hace alrededor de diez años el mundo dio el paso a la fotografía digital. Este avance, entre muchos otros beneficios, permitió a la gente documentar con mayor facilidad los detalles de sus viajes, festejos, eventos y observaciones; para mi, hizo posible gastar unas fotografías en algo que bajo circunstancias anteriores me hubiera dolido el codo y ahora me permite ilustrar este paréntesis ahorrándome un buen de palabras.

Ya hablamos un poco de los zapatos blancos, seguido puntiagudos y de pieles exóticas, que tanto aprecian los galanes sovietilandeses, quienes los usan con pantalón blanco (que también les encanta) o de cualquier otro color; para eventos formales o casuales y probablemente tanto en verano como en invierno. Simplemente les fascinan. Vean, por ejemplo, esta familia domingueando por el ayuntamiento de Yalta, aquella ciudad dónde los aliados se repartieron el mundo hace casi setenta años: notarán que tanto padre como hijo disfrutan del paseo en mocasín blanco.

O este joven, con cuates igualmente elegantes, asistiendo a una boda en Poltava, ciudad recordada por los madrazos que Pedro el Grande le acomodó a los invasores suecos en el verano de 1709:

Las mujeres también tienen sus preferencias. A muchas les gusta andar en tejidos que asemejan o son de piel de animal. Vean, por ejemplo, esta belleza moscovita esperando entrar a su prom:

O esta señora que atraviesa la toma en pijama de seda, oreando tantito la lonja, mientras yo inmortalizaba a una zhenshina comprando cigarros:

O este galán, quien por vergüenza pidió se escondiera su cara, luciendo un abrigo hecho con la piel de las foquitas que habitan el lago más profundo del mundo:

Si Moscú en 2004 era así, como me hubiera encantado conocer sus 90’s, cuando los sovietilandeses descubrían a penas todos esos atuendos de los que se habían perdido por culpa de algunos miembros del partido comunista soviético. Vean nomás lo que esta joven seguía aprovechando, casi 14 años después del putch:

"Mais, je reve"

Por favor deleiten sus pupilas con la variedad de un sábado por la tarde en el malecón de Yalta en dos mil nueve:

Los sovietilandeses no solo son retrovanguardistas con su vestuario: también lo aprovechan para dar a conocer sus servicios o habilidades:

Más allá del vestuario, el ingenio sovietilandés tiene aplicaciones tecnológicas, como lo muestra este baño con Wi-Fi en Feodosia, Crimea, pueblo del pintor  de paisajes marítimos, Ivan Aivasovsky:

La idea de un baño con Wi-Fi sin duda parece perfecta para un mundo ávido de información, dónde la comunicación es instantánea y el tiempo más valioso que nunca. Sin embargo, el sueño de sacarle todo el jugo al smartphone mientras vas po bolshomu (по большому) se escurre al encontrarte con un baño que te obliga a estar muy al pendiente de lo que haces.

La combinación de estilo e ingenio sovietilandés se ve con claridad en la siguiente fotografía, donde vemos una generación moscovita de 90210 frente a la campana más grande del mundo, cuya construcción fue capricho de la sobrina del madreador de suecos, la Emperadora Anna Ivanovna. Sus doscientas toneladas y completa inutilidad hicieron que hasta al propio Napoleón Bonaparte le diera hueva llevársela de suvenir tras su ocupación del Kremlin en 1812.

Si hoy puedo mostrarles estas y otras fotos, es sin duda gracias a la fotografía digital. Hoy solo los fotógrafos aficionados recuerdan o saben como poner un rollo, el ruido que hace la cámara al avanzar la película o lo importante que es tener paciencia y esperarse al revelado para poder ver la foto. Existen, sin embargo, algunos sovietilandeses que aun no han dado el paso al aparato numérico y que no obstante han sabido sobrellevar esta frustración, y es que han encontrado la forma de mantenerse clásicos en un mundo moderno: simplemente agarran su celular, que ahora toma fotos (aunque medio jodidas), y lo ponen arriba o abajo de la cámara tradicional, apuntando en la misma dirección que esta, para finalmente oprimir a la vez ambos disparadores. Hay quienes incluso han perfeccionado el ingenio amarrando la cámara al celular con agujetas o alambres, lo que les ha permitido tomar fotografías sin batallar con la superposición y, por supuesto, sin tener que hacer el oso de ver por la mirilla o esperar hasta que se hayan agotado sus 24 posibilidades que, no obstante los avances, tuvieron que administrar. Finalmente, hay que entender que poder ver la foto asap es crucial para un pueblo que posa meticulosamente en cada retrato, como también se pudo apreciar en la foto anterior.

A pesar del asombro que provoca la moda sovietilandesa y la forma en que aprovechan los avances tecnológicos, los sovietilandeses son en mucho muy parecidos a los mexicanos. Su amor por las bromas pesadas, coches pimpeados, cortes de pelo ochenteros, nadar con playera, cantar en la peda, vestir de leopardo o escuchar música del celular -sin audífonos- son sólo algunos ejemplos, entre otros que irán apareciendo a lo largo del transiberiano.

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